sábado, 24 de noviembre de 2012
Desarrollo de los principales acontecimientos de la Revolución Francesa.
El propósito de la siguiente información, es que tengan un desarrollo cronológico del proceso revolucionario francés, a fin de comprender el mismo en sus diferentes etapas.
"Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, para que esta declaración, constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; para que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo, pudiendo en cada instante ser comparados con el objetivo de toda institución política, sean más respetados; para que las reclamaciones de los ciudadanos, fundadas desde ahora sobre principios simples e indiscutibles, redunden siempre en el mantenimiento de la Constitución y en la felicidad de todos. En consecuencia,la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del ser Supremo, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano:
Los Estados Generales (1789)
Se reunieron en
Versalles el 5 de mayo de 1789 con el propósito de solventar el
problema financiero. En la práctica sirvieron de plataforma para que el Estado Llano pidiese reformas
políticas radicales, canalizando dichas demandas mediante los llamados “Cuadernos
de Quejas”.
El Estado
Llano, que contaba con un número de componentes que igualaba al de los
otros dos juntos, planteó que las votaciones se hiciesen individualmente, es
decir, cada diputado un voto y no por estamentos, a lo que tanto la nobleza
como el clero se negaron.
Asamblea
Nacional y la Asamblea Constituyente (1789-1791)
Frente
a las presiones para que la
Asamblea Nacional se disolviese, el 20 de junio de 1789 los diputados juraron
no hacerlo hasta elaborar una Constitución para Francia (Juramento del Juego de Pelota).
Desde ese instante la Asamblea Nacional se transformó en Asamblea Constituyente.
A los intentos del monarca por reprimir una
insubordinación que cuestionaba el orden establecido respondió el pueblo de
París con el Asalto a la Bastilla (14 de julio). Las revueltas se extendieron
rápidamente por todo el territorio francés.
La
Asamblea Constituyente realizó la siguiente labor:
1. Abolió
los privilegios feudales y la sociedad estamental.
2. Declaró
los Derechos del Hombre y del ciudadano, la soberanía nacional,
la libertad e igualdad de los hombres, principios que se
formalizaron en la primera constitución francesa, cuyo precedente inmediato fue
la estadounidense de
1787.
3. Redactó la Constitución Civil del Clero, que suponía
la formación de una Iglesia nacional desgajada
de la obediencia del Papa. Esta medida provocó la consiguiente división del
clero en dos sectores: los “juramentados” (que
se atuvieron a la norma) y los “refractarios” (reacios
a acatarla).
4. Promulgó la Constitución de 1791, ley fundamental que organizaba la
vida de Francia y en la que se contempló la soberanía
nacional, la división de poderes y
el sufragio censitario.
La
Asamblea Nacional ponía la
Revolución en manos de los sectores moderados, los girondinos. Con ella Francia dejó de
ser una monarquía absoluta y se organizó como una monarquía de carácter
limitado y constitucional.
Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, 1789 (Documento)
Artículo 1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que sobre la utilidad común.
Artículo 2. El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Artículo 3. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo ni individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella.
Artículo 4. La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no dañe a un tercero; por tanto, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguren a los demás miembros de la sociedad el disfrute de estos mismos derechos. Estos límites no pueden ser determinados más que por la ley.
Artículo 5. La ley no tiene derecho de prohibir más que las acciones nocivas a la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la ley, no puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena.
Artículo 6. La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a contribuir personalmente, o por medio de sus representantes, a su formación. La ley debe ser idéntica para todos, tanto para proteger como para castigar. Siendo todos los ciudadanos iguales ante sus ojos, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que la de sus virtudes y talentos.
Artículo 7. Ningún hombre puede ser acusado, arrestado ni detenido, si no es en los casos determinados por la ley, y según las formas por ella prescritas. Los que solicitan, expiden, ejecutan o hacen ejecutar órdenes arbitrarias deben ser castigados, pero todo ciudadano llamado o designado en virtud de la ley, debe obedecer en el acto: su resistencia le hace culpable.
Artículo 8. La ley no debe establecer más que penas estrictas y evidentemente necesarias, y nadie puede ser castigado sino que en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada.
Artículo 9. Todo hombre ha de ser considerado inocente mientras no sea declarado culpable, y si se juzga indispensable el detenerlo, todo rigor que no fuere necesario para asegurarse de su persona será severamente reprimido por la ley,
Artículo 10. Nadie debe ser molestado por sus opiniones, incluso religiosas, con tal de que su manifestación no altere el orden público establecido por la ley.
Artículo 11. La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre. Todo ciudadano puede pues hablar, escribir, imprimir libremente, salva la obligación de responder del abuso de esta libertad en los casos fijados por la ley.
Artículo 12. La garantía de los Derechos del Hombre y del Ciudadano necesita de una fuerza pública; esta fuerza queda instituida para el bien común y no para utilidad particular de aquellos a quienes está confiada.
Artículo 13. Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, es indispensable una contribución común. Esta contribución debe ser repartida por igual entre todos los ciudadanos, según sus facultades.
Artículo 14. Todos los ciudadanos tienen el derecho de comprobar por sí mismos o por sus representantes la necesidad de la contribución pública, de consentirla libremente, de vigilar su empleo y de determinar su cuantía, su asiente, cobro y duración.
Artículo 15. La sociedad tiene el derecho de pedir cuentas de su administración, a todo agente público.
Artículo 16. Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución.
Artículo 17. Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella, si no es en los casos en que la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija evidentemente, y bajo la condición de una indemnización justa.
(Asamblea Nacional Constituyente de Francia, 26 de agosto 1789)".
La Asamblea Legislativa (1791-1792)
De acuerdo con la Constitución de 1791 se configuró
una nueva Asamblea, que habría de trabajar junto al rey en la elaboración
nuevas leyes. Durante ese período tuvieron lugar una serie de hechos que radicalizaron la revolución:
En el exterior:
Tras la
aprobación de la Constitución del Clero, el rey intentó huir a Austria (2 de junio de 1791).
Descubierto en Varennes fue
obligado a regresar a París, quedando en entredicho su lealtad, pero también afectando negativamente a las iniciativas de
los miembros más moderados de
la Asamblea Constituyente y a la propia Constitución monárquica de 1791.
Como reacción, las potencias absolutistas encabezadas por Austria y
Prusia (Declaración de Pillnitz) decidieron intervenir en ayuda del
monarca francés. La Asamblea Legislativa, dominada por los girondinos (republicanos
moderados), declaró la guerra a Austria (1792),
en tanto que los jacobinos (republicanos
radicales) discrepaban de la decisión pues suponía una
internacionalización de la Revolución que en principio no deseaban.
En el interior:
Se desencadenó la escisión del frente revolucionario. Esta división se vio
propiciada por los iniciales reveses militares franceses en la primavera de
1792. Surgieron grupos radicales (como
el de los Sans-Culottes) que reivindicaban cambios democráticos y sociales
avanzados. El 10 de agosto instauraron en París una Comuna revolucionaria que destituyó
y arrestó al rey procediendo
a la sistemática persecución de sus seguidores. Se ponía fin de ese modo a la monarquía constituyente
consagrada en la Constitución de 1791.
La
Convención Nacional (1792-1794)
La
Asamblea Legislativa fue reemplazada mediante sufragio universal por
la Convención Nacional. Ésta abolió la monarquía e implantó una República.
La
Convención contó en su seno con
varias tendencias articuladas en los siguientes grupos:
Los
Girondinos (Brissot). Representantes de la alta
burguesía, partidarios de controlar con moderación el proceso revolucionario e
incluso, pese su republicanismo, transigir con la monarquía. Constituyen la
derecha revolucionaria.
Los Jacobinos (Robespierre,
Saint-Just). Representantes de la burguesía media. Apoyados por
los sans-culottes (clases populares, artesanos y obreros) y la Comuna
de París (eran centralistas), evolucionaron hacia posturas cada vez más
radicales.
Aún
más exaltados que los jacobinos, eran los "cordeliers" (del cinturón de cuerda que integraba
el hábito de los frailes en cuyo antiguo convento se reunían). Figuras
destacadas de este grupo fueron Hébert, Danton y Marat
Junto
con los jacobinos integraban la llamada "Montaña", el grupo más intransigente de la revolución
La Llanura (que
comprendía la mayor parte de la Convención) fluctuaba entre ambos grupos.
Dos etapas configuraron este período.
La girondina (septiembre de
1792-junio de 1793). Mientras duró, la
Convención estuvo dominada por los moderados girondinos. Se venció a los prusianos (Valmy), pero la presión de los radicales jacobinos forzó
a la ejecución del rey (enero
de 1793), lo que avivó la ofensiva europea, encabezada por Inglaterra.
La jacobina (junio de 1793-julio de 1794). En esta fase los más exaltados se hicieron con el poder
desbancando a los girondinos, que fueron perseguidos y muchos de ellos
ejecutados. Entre los nuevos dirigentes sobresalió la figura de Robespierre. El Comité de
Salud Pública se convirtió en el verdadero órgano de gobierno de
la Convención. A través de un Tribunal
Revolucionario se
implantó un “Régimen de Terror” durante
el cual fueron guillotinadas más de 16.000 personas, entre ellas, incluso
significados líderes nada moderados, como Danton o Hébert.
En julio de
1794 (mes de thermidor según
el calendario revolucionario), un golpe de estado protagonizado por los diputados
centristas (la Llanura) depuso a Robespierre y mandó ejecutarlo. El ascenso revolucionario quedó
interrumpido y Francia se adentró en una etapa moderada.
El Directorio (1795-1799)
Tras
la ejecución de Robespierre y de otros elementos jacobinos ("montañeses") la
revolución se adentró en una fase
moderada. Fue redactada una nueva Constitución, la de 1795,
y se ensayó la fórmula del Directorio,
así denominado porque el poder Ejecutivo quedaba en manos de 5 miembros (directores), en tanto
que el Legislativo descansaba en dos Cámaras (Consejo de los Quinientos y
el Senado).
Un militar de prestigio, Napoleón Bonaparte, se convirtió durante algún tiempo en el árbitro
de la política, hasta que en noviembre de 1799 (brumario) decidió
poner fin al sistema mediante un golpe de estado
lunes, 12 de noviembre de 2012
ANTECEDENTES DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
ALBERT
SOBOUL
“Compendio
de Historia de la Revolución Francesa (Primera Parte)
En 1789,
Francia vivía en el marco de lo que más tarde se llamó el Antiguo Régimen.
La sociedad
seguía siendo en esencia aristocrática; tenía como fundamentos el privilegio
del nacimiento y la riqueza territorial. Pero esta estructura tradicional estaba
minada por la evolución de la economía, que aumentaba la importancia de la
riqueza mobiliaria y el poder de la burguesía. Al mismo tiempo, el progreso del
conocimiento positivo y el impulso conquistador de la filosofía de la
Ilustración minaron los fundamentos ideológicos del orden establecido. Si
Francia continuaba siendo todavía, a finales del siglo XVIII, esencialmente
rural y artesana, la economía tradicional se transformaba por el impulso del
gran comercio y la aparición de la gran industria. Los progresos del
capitalismo, la reivindicación de la libertad económica, suscitaban, sin duda
alguna, una viva resistencia por parte de aquellas categorías sociales
vinculadas al orden económico tradicional; mas para la burguesía eran
necesarias, pues los filósofos y economistas habían elaborado una doctrina
según sus intereses sociales y políticos. La nobleza podía, desde luego,
conservar el principal rango en la jerarquía oficial, y su poder económico, así
como su papel social, no estaban en modo alguno disminuidos.
Cargaba
sobre las clases populares, campesinas sobre todo, el peso del Antiguo Régimen
y todo cuanto quedaba del feudalismo. Estas clases eran todavía incapaces de
concebir cuáles eran sus derechos y el poder que éstos tenían; la burguesía se
les presentaba de una manera natural, con su fuerte armadura económica y su
brillo intelectual, como la única guía. La burguesía francesa del siglo XVIII
elaboró una filosofía que correspondía a su pasado, a su papel y a sus
intereses, pero con una amplitud de miras y apoyándose de una manera tan sólida
en la razón, que esta filosofía que criticaba al Antiguo Régimen y que
contribuía a arruinarle, revestida de un valor universal, se refería a todos
los franceses y a todos los hombres.
La
filosofía de la Ilustración sustituía el ideal tradicional de la vida y de la
sociedad por un ideal de bienestar social, fundado en la creencia de un
progreso indefinido del espíritu humano y del conocimiento científico. El
hombre recobraba su dignidad. La plena libertad en todos los dominios,
económicos y políticos, tenía que estimular su actividad; los filósofos le
concedían como fin el conocimiento de la naturaleza para dominarla mejor y el
aumento de la riqueza en general. Así las sociedades humanas podrían madurar
por completo.
La
monarquía continuaba siendo siempre de derecho divino; el rey de Francia era
considerado como el representante de Dios en la tierra; gozaba, por ello, de un
poder absoluto. Pero este régimen absoluto carecía de una voluntad. Luis XVI
abdicó finalmente su poder absoluto en manos de la aristocracia. Lo que
llamamos la revolución aristocrática precedió, desde 1787, a la revolución
burguesa de 1789.
Luis XVI
gobernaba con los mismos ministerios y los mismos consejos que sus antepasados.
Pero si Luis XIV había llevado el sistema monárquico a un grado de autoridad
jamás alcanzado, no había hecho, sin embargo, de este sistema una construcción
lógica y coherente. La unidad nacional había progresado bastante en el siglo
XVIII, progreso que había sido favorecido por el desarrollo de las
comunicaciones y de las relaciones económicas, por la difusión de la cultura
clásica, gracias a la enseñanza de los colegios y las ideas filosóficas, a la
lectura, a los salones y a las sociedades intelectuales. Esta unidad nacional
continuaba inacabada. Ciudades y provincias mantenían sus privilegios, la
multiplicidad de pesos y medidas, de peajes y aduanas interiores impedía la
unificación económica de la nación y hacía que los franceses fuesen como
extranjeros en su propio país. La confusión y el desorden continuaban siendo el
rasgo característico de la organización administrativa: las circunscripciones
judiciales, financieras, militares, religiosas se superponían y obstruían las
unas a las otras.
Mientras
las estructuras del Antiguo Régimen se mantenían en la sociedad y en el Estado,
el crecimiento demográfico y alza de precios fueron las causas que, combinando
sus efectos, agravaron la crisis.
El
desarrollo demográfico de Francia en el siglo XVIII, especialmente a partir de
1740, es aún más importante, ya que sigue a un período de estancamiento. En
realidad, fue pequeño. La población del reino puede calcularse en unos
diecinueve millones de habitantes hacia finales del siglo XVII, y en unos
veinticinco la víspera de la Revolución. Esta pujanza demográfica marca
especialmente la segunda mitad del siglo XVIII; proviene, sobre todo, de la
desaparición de las grandes crisis del siglo XVII, que se debían a la falta de
alimentación, al hambre y a las epidemias.
Después de
1741-1742, esas crisis del tipo de “hambre” tendieron a desaparecer; la
natalidad, con sólo mantenerse, sobrepasaba la mortalidad y multiplicaba los
hombres, especialmente en las clases populares y en las ciudades. El auge
demográfico parece que fue provechoso más bien para las ciudades que para el
campo. Había en 1789 unas sesenta ciudades con más de 10.000 habitantes. Si se clasifican
en la categoría urbana las aglomeraciones de más de 2.000 habitantes, la
población de las ciudades puede valorarse aproximadamente en un 16 por 100.
Este desarrollo demográfico aumenta la demanda de productos agrícolas y
contribuye al alza de precios.
El
movimiento de precios y rentas en Francia en el siglo XVIII se caracteriza por
un alza secular, que va desde 1733 a 1817: El aumento es muy desigual según los
productos; más importante para los alimenticios que para los fabricados, para
los cereales más que para la carne: estas características son propias de una
economía que ha permanecido esencialmente agrícola; los cereales ocupaban entonces
un lugar importante en el presupuesto popular, su producción aumentaba poco,
mientras que la población aumentaba rápidamente y la competencia de los granos
extranjeros no podía intervenir. Durante el período de 1785-1789, el alza de
precios es de 66 por 100 para el trigo, de 71 por 100 para el centeno y de un
67 por 100 para la carne; la leña bate todos los récords: un 91 por 100; el
caso del vino es especial: 14 por 100: la baja en el beneficio vinícola es aun
más grave, ya que bastantes comerciantes en vinos no producen cereales y han de
comprar hasta su pan. Los textiles (29 por 100 para las mercancías de lana) y
el hierro (30 por 100) se mantienen por debajo de la media.
Las causas
de esas fluctuaciones económicas son diversas. En lo que se refiere a las
fluctuaciones cíclicas y estacionarias, y, por tanto, las crisis, las causas
hay que buscarlas en las condiciones generales de la producción y en el estado
de las comunicaciones. Cada región vive de sí misma, y la importancia de la
recolección es la que regula el coste de vida. La industria, de estructura
especialmente artesana y con exportación pequeña, queda subordinada al consumo
interior y depende directamente de las fluctuaciones agrícolas. En cuanto al
alza a largo plazo, provendría de la multiplicación de los medios de pago: la
producción de metales preciosos aumentó considerablemente en el siglo XVIII,
especialmente la del oro del Brasil y la plata mejicana. Se ha podido afirmar,
por la tendencia de la inflación monetaria y el alza de precios, que la
Revolución, en cierta medida, se había preparado en lo profundo de las minas
mejicanas. El desarrollo demográfico contribuyó también por su parte al alza de
los precios al multiplicar la demanda.
LA
CRISIS DE LA SOCIEDAD
En la
sociedad aristocrática del Antiguo Régimen, el derecho tradicional distinguía
tres órdenes o estados, el Clero y la Nobleza, estamentos privilegiados, y el Tercer
Estado, que comprendía la inmensa mayoría de la nación.
La
aristocracia constituía la clase privilegiada de la sociedad del Antiguo
Régimen; abarcaba la nobleza y el alto clero.
Unidos sólo
por los privilegios, los nobles mantenían entre sí diversas categorías, con
intereses con frecuencia opuestos.
1.
LA NOBLEZA: DECADENCIA Y REACCIÓN
La aristocracia
feudal estaba en decadencia a finales del siglo XVIII.
No cesaba
de empobrecerse; la nobleza de la Corte se arruinaba en Versalles, la nobleza
provinciana vegetaba en sus tierras. Por ello exigía con tanta premura la de sus derechos tradicionales, pues cada vez
estaban más cerca de la ruina. Los últimos años del Antiguo Régimen se
caracterizaron por una violenta reacción aristocrática.
Políticamente,
la aristocracia intentaba monopolizar todos los altos cargos del Estado, la
Iglesia y el Ejército.
Económicamente,
la aristocracia agravaba el sistema señorial. Por entonces los nobles empezaron
a interesarse por las empresas de la burguesía, colocando sus capitales en las
nuevas industrias, especialmente en las industrias metalúrgicas.
Algunos
aplicaban a sus tierras las nuevas técnicas agrícolas. En esta carrera por el
dinero una parte de la alta nobleza se aproximaba a la burguesía, con la que
compartía en cierta medida las aspiraciones políticas.
En resumen,
la nobleza no constituía una clase social homogénea verdaderamente consciente
de sus intereses colectivos.
La clase
dominante del Antiguo Régimen no estaba unida para defender el sistema que
garantizaba su primacía. Frente a ella estaba el Tercer Estado en pleno: los
campesinos, a quienes exasperaba el régimen feudal; los burgueses, que se
irritaban ante los privilegios fiscales y honoríficos; el Tercer Estado, unido
por su hostilidad común contra el privilegio aristocrático.
2. EL
CLERO, DIVIDIDO
Primero de
los estamentos del Estado, poseía importantes privilegios políticos, judiciales
y fiscales. Su poder económico estaba en lo que percibía por el diezmo y la
propiedad territorial.
En realidad
el clero, aunque constituyese un estamento y poseyese una unidad espiritual, no
formaba un conjunto socialmente homogéneo.
El alto
clero, obispos, abades y canónigos, se reclutaba cada vez de modo más exclusivo
en la nobleza; entendía con esto que defendía sus privilegios, de cuyo
beneficio el bajo clero quedaba generalmente excluido.
El bajo
clero (50.000 curas y vicarios) conocía con frecuencia lo que eran verdaderas
dificultades. Curas y vicarios, casi todos de origen campesino, no percibían
más que la parte congrua. También los curas y los vicarios constituían
frecuentemente la verdadera plebe eclesiástica, nacida del pueblo, que vivía
con él y compartía su espíritu y sus aspiraciones.
3. AUGE
Y DIFICULTADES DEL TERCER ESTADO
El Tercer
Estado comprendía a las clases populares de los campos y de las ciudades.
Además, no es posible trazar un límite claro entre esas diversas categorías
sociales, la pequeña y la mediana burguesía, compuestas esencialmente por
artesanos y comerciantes. A estas clases medias se unían los miembros de las
profesiones liberales: magistrados no nobles, abogados, notarios, profesores,
médicos y cirujanos. De la alta burguesía salían los representantes de las
finanzas y del comercio importante; en primer lugar estaban los armadores y
financieros; los cobradores de impuestos generales y los banqueros. Arremetían
contra la nobleza por la fortuna, aunque tenían la ambición de pertenecer a
ella adquiriendo un cargo y un título nobiliario. Lo que más allá de esta
diversidad social constituía la unidad del Tercer Estado, era la oposición a
los privilegios y la reivindicación de la igualdad civil. Una vez adquirida
esta última, la solidaridad de las diversas categorías sociales del Tercer
Estado desaparecería: de aquí, el desarrollo de las luchas de clase bajo la
Revolución.
1.
PODER
Y DIVERSIDAD DE LA BURGUESÍA
La burguesía
constituía la clase preponderante del Tercer Estado; dirigió la Revolución y
sacó provecho de ella. Ocupaba, por su riqueza y su cultura, el primer puesto
en la sociedad, posición que estaba en contradicción con la existencia oficial
de los estamentos privilegiados.
Teniendo en
cuenta su lugar en la sociedad y el lugar que ocupaba en la vida económica, se
pueden distinguir diversos grupos: el de los burgueses, propiamente dichos,
burguesía pasiva de rentistas que vivían del beneficio capitalizado o de las
rentas de la propiedad territorial; el grupo de las profesiones liberales, de
los hombres de leyes, de los funcionarios, categoría compleja y muy diversa; el
grupo de artesanos y comerciantes, pequeña o mediana burguesía, vinculada al
sistema tradicional de la producción y del cambio; el grupo de la gran
burguesía de los negocios, categoría activa que vivía directamente del
beneficio, el a la comercial de la burguesía. Con relación al conjunto del
Tercer Estado, la burguesía constituía naturalmente una minoría, incluso
abarcando el conjunto de los artesanos. Francia, a finales del siglo XVIII,
continuaba siendo esencialmente agrícola y, para la producción industrial, un
país de artesanos; el crédito estaba poco extendido, había un numerario escaso
en circulación. Estas características repercutían en la composición social de
la burguesía.
2.
LAS
CLASES POPULARES URBANAS: EL PAN COTIDIANO
Estrechamente
vinculadas a la burguesía revolucionaria por odio a la aristocracia y al
Antiguo Régimen, cuyo peso habían soportado, las clases populares urbanas no
dejaban de estar menos divididas en diversas categorías, y su comportamiento no
fue uniforme durante el transcurso de la revolución. Aunque todas se habían
enfrentado hasta el final contra la aristocracia, las actitudes habían variado
respecto de aquellas sucesivas fracciones de la burguesía que fueron a la
cabeza del movimiento revolucionario.
A la masa
que trabajaba con sus brazos y que producía se le denominaba, desdeñosamente,
pueblo.
El
artesanado dependiente se situaba en el límite de las clases populares y de la
pequeña burguesía: artesano tipo obrero lionés de la seda, remunerado al
arbitrio del negociante-capitalista que proporcionaba la materia prima y
comercializaba el producto fabricado.
Hay que distinguir,
por otra parte, los obreros del grueso de los oficios (producción artesana), de
los de las manufacturas y la gran industria naciente, bastante menos numerosos.
El
asalariado de clientela constituía el grupo tal vez más importante de las
clases populares urbanas: periodistas, jardineros, comisionistas, aguadores,
leñadores, recaderos, que hacían recados o pequeños trabajos. A esto hay que
añadir el personal doméstico de la aristocracia o de la burguesía (criados,
cocineros, cocheros...), especialmente numeroso en ciertos barrios de París. Las
condiciones de existencia de las clases populares urbanas se agravaron en el
siglo XVIII. El aumento de la población en las ciudades y la subida de los precios
contribuyó al desequilibrio de los salarios con relación al coste de vida. Hubo
en la segunda mitad del siglo una tendencia a la depauperación de las clases
asalariadas. Para la artesanía, las condiciones de vida de los oficiales no se
diferencian demasiado de las de los patronos; eran simplemente inferiores. La jornada
de trabajo era, en general, desde el alba a la noche. En Versalles, en multitud
de talleres, el trabajo duraba, durante el buen tiempo, desde las cuatro de la
mañana hasta las ocho de la noche. En París, en la mayoría de los oficios, se
trabajaba dieciséis horas; los encuadernadores e impresores, cuya jornada no
pasaba de catorce horas, estaban considerados como privilegiados. El trabajo,
es cierto, era menos intenso que ahora, con un ritmo más lento; las fiestas religiosas,
en las que no se trabajaba, eran relativamente numerosas. El problema esencial
de la clase popular era el del salario y su poder adquisitivo. Las
desigualdades de la subida de precios alcanzaban de muy diversas maneras a las
clases de la población, según estuviese constituido su presupuesto. Los cereales
aumentaban más que todo lo demás; el pueblo fue quien más padeció, debido al
aumento de población, sobre todo en las categorías sociales inferiores, y a la importancia
del pan en la alimentación del pueblo. El alza de los precios no influía sobre
las categorías sociales acomodadas; a los pobres los abrumaba. A pesar de los conflictos
sociales entre las masas populares y la burguesía, aquéllas se enfrentan, sobre
todo, con la aristocracia. Artesanos, tenderos y obreros a sueldo tenían sus resentimientos
contra el Antiguo Régimen, odiaban a la nobleza. Este antagonismo esencial se
fortalecía por el hecho de que muchos de los trabajadores de la ciudad tenían
un origen campesino y conservaban sus vinculaciones con el campo. Detestaban al
noble, por sus privilegios, por su riqueza territorial, por los derechos que
percibía. En cuanto al Estado, las clases populares reivindicaban sobre todo el
aligeramiento de las cargas fiscales, especialmente la abolición de los
impuestos indirectos y de las concesiones, de donde las municipalidades sacaban
lo más florido de sus rentas -en esto aventajaban a los ricos-. Respecto de las
corporaciones, la opinión de los artesanos y de los obreros a sueldo estaba
lejos de ser unánime. Políticamente, por último, tendían, oscuramente, hacia la
democracia. Pero la reivindicación esencial del pueblo estaba en el pan. Lo que
en 1788-1789 hizo a las masas populares extraordinariamente sensibles en el
plano político fue la gravedad de la crisis económica, que hacía su existencia
cada vez más difícil.
De esta
miseria y de esta mentalidad nacieron las emociones y las revueltas.
Las masas
populares no tenían puntos de vista precisos sobre los acontecimientos
políticos. Fueron más bien móviles de tipo económico y social los que les
pusieron en acción. Pero estos motines populares tuvieron a su vez
consecuencias políticas, aunque no fuese más que la de conmover al poder.
Para
resolver el problema de la penuria y de la carestía de las subsistencias, el
pueblo estimaba que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y
aplicarla con rigor, sin retroceder ante la requisa y el impuesto. Sus
reivindicaciones en materia económica se oponían a las de la burguesía que, en
este sentido como en otros, reclamaba la libertad.
3. EL
CAMPESINADO: UNIDAD REAL, ANTAGONISMOS LATENTES
Al final
del Antiguo Régimen, Francia continuaba siendo un país esencialmente rural; la
producción agrícola dominaba la vida económica. De ahí la importancia del problema campesino durante la Revolución.
En segundo
lugar, la importancia que tuvieron los campesinos en la historia de la
Revolución. No hubiera podido tener éxito la Revolución y la burguesía
aprovecharlo si las masas de campesinos hubieran permanecido pasivas. El motivo
esencial de la intervención de los campesinos en el transcurso de la Revolución
fue el problema de los derechos señoriales y de las supervivencias de
feudalismo; esta intervención llevó consigo la abolición radical, aunque
gradual todavía, del régimen feudal.
La clase
campesina era muy variable: los dos grandes factores de su diversidad eran, de
una parte, la condición jurídica de las personas; de otra, el reparto de la
propiedad y la explotación territorial.
Desde el
primer punto de vista se distinguía a los siervos y a los campesinos libres. Si
la gran mayoría de los campesinos era libre desde hacía tiempo, los siervos
eran, no obstante, numerosos, un millón aproximadamente
Entre los
campesinos libres, los trabajadores manuales o braceros, jornaleros agrícolas,
formaban un proletariado rural cada vez más numeroso.
Muy cerca
de esos proletarios rurales, un gran número de pequeños campesinos no tenían
para vivir más que una tierra insuficiente, bien en propiedad, bien en
arrendamiento; tenían que encontrar recursos complementarios en el trabajo
asalariado en la industria rural.
La
explotación campesina continuaba siendo, en su conjunto, de tipo pre
capitalista a finales del siglo XVIII. El pequeño campesino no tenía la misma
idea de la propiedad que el propietario territorial noble o burgués, o que el
granjero de países de grandes cultivos. Su idea de la propiedad colectiva
chocaba, y debía seguir chocando todavía durante una buena parte del siglo XIX,
con la idea burguesa del derecho absoluto del propietario y de sus bienes.
Entre el
aumento de los impuestos, por una parte, y, por otra, la subida de precios y el
desarrollo demográfico, el campesino tenía cada vez menos dinero; de aquí
también el estancamiento de las técnicas agrícolas.
Los
campesinos pedían que el diezmo y la “gavilla” fuesen en dinero, no en especie;
creían, pensando así, que acabarían por desaparecer, como consecuencia de la
baja de poder adquisitivo del dinero. Que los diezmos vuelvan a su lugar de
origen. Que los privilegiados paguen impuestos. En un gran número de
cuestiones, los burgueses estaban de acuerdo con los campesinos. La unidad del
Tercer Estado quedaba reforzada. Respecto de la tierra, los campesinos, hasta
ese momento unánimes, se dividen. A muchos campesinos les faltaban las tierras
y otros se daban cuenta que hubieran necesitado ser propietarios. Pero pocas
fueron, sin embargo, las memorias que osaron pedir la enajenación de los bienes
del clero; se limitaron, generalmente, a proponer que se sacase partido de sus
rentas para pagar la deuda y llenar el déficit. La propiedad privada parecía
intangible para la mayoría, incluso la de un estamento. A los campesinos les
bastaba poder alquilar tierras.
Aparte de
la necesaria abolición del régimen feudal, el campesinado estaba ya preocupado
de su autoridad social.
III. LA
FILOSOFíA DE LA BURGUESíA
El
fundamento económico de la sociedad se modificaba; las ideologías cambiaban al mismo
tiempo. Los orígenes intelectuales de la Revolución hay que buscarlos en la filosofía
que la burguesía había elaborado desde el siglo XVII. Estimulado por esta neutralidad,
el movimiento filosófico se amplió. Más tarde arrastró todas las resistencias
cuando cambió respecto de él la actitud de las autoridades.
Los temas de la propaganda filosófica fueron:
odio al despotismo, desconfianza ante la Iglesia, que tenía que estar estrechamente
sometida al Estado laico, y elogio del liberalismo económico y político. La
propaganda oral ampliaba la brillantez de la imprenta. Los salones, los cafés,
se multiplicaron; se crearon sociedades cada vez más numerosas, sociedades
agrícolas, asociaciones filantrópicas, academias provinciales, gabinetes de
lectura: no hay ciudad ni burgo que no haya quedado exento del contagio de la
impiedad”,
Entre los
temas principales de la propaganda filosófica se afirmaba en primer lugar la
primacía de la razón; el siglo XVIII vio el triunfo del racionalismo, que desde
ese momento mantuvo su predominio. La creencia en el progreso, en segundo lugar,
es decir la razón extendiendo sus luces cada vez más.
¿En qué
medida esas ideas, que constituyen el fondo común del pensamiento filosófico,
han impregnado las diversas capas de la burguesía? La unión de todos reposaba
en la oposición a la aristocracia.
En el siglo XVIII los nobles quisieron
cada vez más reservarse los privilegios y los impuestos a los que tenía derecho
la nobleza. Al ritmo de los progresos de la riqueza y de la cultura, las
ambiciones de la burguesía crecían, al mismo tiempo ésta veía cerrársele todas
las puertas. No podía participar en las grandes funciones administrativas, para
las que se consideraba más apta que los miembros de la nobleza. A veces se
sentía herida en su orgullo o en su amor propio.
A la
burguesía se le planteaban dos problemas esenciales: el problema político y el
problema económico.
El problema
político era la división del poder. Desde mediados de siglo, sobre todo desde
1770, la opinión estaba cada vez más centrada en los problemas políticos y
sociales. Los temas de la propaganda burguesa eran evidentemente los del movimiento
filosófico: crítica de la monarquía de derecho divino, odio contra el gobierno
despótico, ataques contra la nobleza, contra sus privilegios, reivindicaciones
de la igualdad civil y de la igualdad fiscal, acceso a todos los empleos según
el talento.
El problema
económico no interesa menos a la burguesía. La alta burguesía tenía conciencia
de que el desarrollo del capitalismo exigía la transformación del Estado. El
diezmo, la servidumbre, los derechos.
No era sólo el interés lo que guiaba a
la burguesía. Sin duda su conciencia de clase se había robustecido por el
exclusivismo de la nobleza y por el contraste entre su elevación económica e
intelectual y su regresión civil. Pero consciente de su poder y de su valor, y
habiendo recibido de los filósofos una cierta concepción del mundo y una
cultura desinteresada, la burguesía no solamente estimaba como cosa suya transformar
el Antiguo Régimen, sino que creía justo hacerlo. Estaba persuadida que existía
un cierto acuerdo entre sus intereses y la razón.
Si deseaba los cambios y las reformas,
la burguesía no tenía ni la menor idea de una revolución. El Tercer Estado, en general,
sentía una gran veneración por el rey, un sentimiento casi de carácter religioso.
La
estrechez financiera fue una de las causas más importantes de la Revolución;
los vicios del sistema fiscal, la mala percepción y la desigualdad del impuesto
fueron los máximos responsables de esta penuria. Sin duda, hay que agregar el
gasto de la Corte, las guerras, y particularmente la guerra de la Independencia
de los Estados Unidos de América. La deuda pública aumentó en proporciones
catastróficas bajo el reinado de Luis XVI; el pago de sus intereses absorbía
más de 300 millones de libras, es decir, más de la mitad de la recaudación real.
En un país próspero, el Estado hubiera llegado al borde de la quiebra. El
egoísmo de los privilegiados, su obstinación en cuanto a consentir la igualdad
frente al impuesto, obligaron a la realeza a ceder; el 8 de agosto de 1788,
para resolver la crisis financiera, Luis XVI convocaba a los Estados generales.
La vieja
máquina administrativa del Antiguo Régimen estaba bastante gastada a finales
del siglo XVIII. Existía una contradicción evidente entre la teoría de la monarquía
todopoderosa y su impotencia real. La estructura administrativa era incoherente
a fuerza de complicaciones; las viejas instituciones continuaban aun cuando las
nuevas se les superponían. A pesar del absolutismo y de su esfuerzo de
centralización, la unidad nacional estaba lejos de realizarse. Sobre todo la
realeza era impotente a causa de los vicios de su sistema fiscal; mal repartido
y mal percibido, el impuesto no rendía; se le soportaba con una impaciencia
mayor en cuanto recaía sobre los más pobres. En estas condiciones, el absolutismo
real no correspondía ya a la realidad. La fuerza de inercia de la burocracia,
la pereza del personal gubernamental, la complejidad y a veces el caos de la
administración no permitieron a la monarquía resistir eficazmente cuando el
orden social del Antiguo Régimen se conmovió y le faltó el apoyo de sus
defensores tradicionales (…).
¿A QUÉ LLAMAMOS REVOLUCIÓN FRANCESA?
CONCEPTOS HISTORIOGRÁFICOS.
"La Revolución no tuvo preparación previa ni planificación de movimiento. No fue tampoco, originariamente, un movimiento de desesperación de los desposeídos. Fue un movimiento complejo, preparado por la incapacidad del Antiguo Régimen para adecuarse a las nuevas realidades económicas y sociales, y estallado en circunstancias históricas muy especiales.
No puede ser definido en mérito a las características que haya asumido en determinado momento, ya que cambió de orientación a lo largo del proceso. Es esencial, en cambio, mirar sus resultados.
Puede establecerse que comenzó por un intento aristocrático para asegurarse los privilegios y someter la monarquía a su control. Pasó luego a la burguesía, que la orientó hacia grandes cambios. Más tarde se hizo violenta y radical a raíz de la intervención de los sectores populares urbanos y campesinos. El proceso fue agravado por las divisiones internas, la invasión extranjera y las amenazas a la integridad nacional."
Alfredo Traversoni
"La Revolución Francesa no fue hecha o dirigida por un partido o un movimiento en el sentido moderno, ni por unos hombres que tratan de llevar a la práctica un programa sistemático. Es difícil encontrar líderes de la clase. Un consenso de ideas entre un grupo social coherente dio una unidad al movimiento revolucionario.
Este grupo era la burguesía, sus ideas eran las del liberalismo clásico formulado por sus filósofos y economistas y propagado por la franco masonería y otras asociaciones."
Eric Hobsbawm
"Las revoluciones, las verdaderas, aquellas que no se limitan a cambiar las formas políticas y el personal gobernante, sino que transforman las instituciones y desplazan la propiedad, tienen una larga y oculta gestación antes de surgir a plena luz al conjuro de cualesquiera circunstancias fortuitas. La Revolución francesa, que sorprende, por su irresistible instantaneidad, tanto a los que fueron sus autores y beneficiarios como a los que resultaron sus víctimas, se estuvo preparando por más de un siglo. Surgió del divorcio, cada día más profundo, entre la realidad y las leyes, entre las instituciones y las costumbres, entre la letra y el espíritu (...) ".
Albert Matthiez
domingo, 4 de noviembre de 2012
Immanuel Kant:
¿Qué es Ilustración?
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia.
Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!)
Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.
Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función -en tanto conductor de la Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca
de los defectos de la actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva.
Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello.
Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración.
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales-- pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haberla menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la
legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.
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