ALBERT
SOBOUL
“Compendio
de Historia de la Revolución Francesa (Primera Parte)
En 1789,
Francia vivía en el marco de lo que más tarde se llamó el Antiguo Régimen.
La sociedad
seguía siendo en esencia aristocrática; tenía como fundamentos el privilegio
del nacimiento y la riqueza territorial. Pero esta estructura tradicional estaba
minada por la evolución de la economía, que aumentaba la importancia de la
riqueza mobiliaria y el poder de la burguesía. Al mismo tiempo, el progreso del
conocimiento positivo y el impulso conquistador de la filosofía de la
Ilustración minaron los fundamentos ideológicos del orden establecido. Si
Francia continuaba siendo todavía, a finales del siglo XVIII, esencialmente
rural y artesana, la economía tradicional se transformaba por el impulso del
gran comercio y la aparición de la gran industria. Los progresos del
capitalismo, la reivindicación de la libertad económica, suscitaban, sin duda
alguna, una viva resistencia por parte de aquellas categorías sociales
vinculadas al orden económico tradicional; mas para la burguesía eran
necesarias, pues los filósofos y economistas habían elaborado una doctrina
según sus intereses sociales y políticos. La nobleza podía, desde luego,
conservar el principal rango en la jerarquía oficial, y su poder económico, así
como su papel social, no estaban en modo alguno disminuidos.
Cargaba
sobre las clases populares, campesinas sobre todo, el peso del Antiguo Régimen
y todo cuanto quedaba del feudalismo. Estas clases eran todavía incapaces de
concebir cuáles eran sus derechos y el poder que éstos tenían; la burguesía se
les presentaba de una manera natural, con su fuerte armadura económica y su
brillo intelectual, como la única guía. La burguesía francesa del siglo XVIII
elaboró una filosofía que correspondía a su pasado, a su papel y a sus
intereses, pero con una amplitud de miras y apoyándose de una manera tan sólida
en la razón, que esta filosofía que criticaba al Antiguo Régimen y que
contribuía a arruinarle, revestida de un valor universal, se refería a todos
los franceses y a todos los hombres.
La
filosofía de la Ilustración sustituía el ideal tradicional de la vida y de la
sociedad por un ideal de bienestar social, fundado en la creencia de un
progreso indefinido del espíritu humano y del conocimiento científico. El
hombre recobraba su dignidad. La plena libertad en todos los dominios,
económicos y políticos, tenía que estimular su actividad; los filósofos le
concedían como fin el conocimiento de la naturaleza para dominarla mejor y el
aumento de la riqueza en general. Así las sociedades humanas podrían madurar
por completo.
La
monarquía continuaba siendo siempre de derecho divino; el rey de Francia era
considerado como el representante de Dios en la tierra; gozaba, por ello, de un
poder absoluto. Pero este régimen absoluto carecía de una voluntad. Luis XVI
abdicó finalmente su poder absoluto en manos de la aristocracia. Lo que
llamamos la revolución aristocrática precedió, desde 1787, a la revolución
burguesa de 1789.
Luis XVI
gobernaba con los mismos ministerios y los mismos consejos que sus antepasados.
Pero si Luis XIV había llevado el sistema monárquico a un grado de autoridad
jamás alcanzado, no había hecho, sin embargo, de este sistema una construcción
lógica y coherente. La unidad nacional había progresado bastante en el siglo
XVIII, progreso que había sido favorecido por el desarrollo de las
comunicaciones y de las relaciones económicas, por la difusión de la cultura
clásica, gracias a la enseñanza de los colegios y las ideas filosóficas, a la
lectura, a los salones y a las sociedades intelectuales. Esta unidad nacional
continuaba inacabada. Ciudades y provincias mantenían sus privilegios, la
multiplicidad de pesos y medidas, de peajes y aduanas interiores impedía la
unificación económica de la nación y hacía que los franceses fuesen como
extranjeros en su propio país. La confusión y el desorden continuaban siendo el
rasgo característico de la organización administrativa: las circunscripciones
judiciales, financieras, militares, religiosas se superponían y obstruían las
unas a las otras.
Mientras
las estructuras del Antiguo Régimen se mantenían en la sociedad y en el Estado,
el crecimiento demográfico y alza de precios fueron las causas que, combinando
sus efectos, agravaron la crisis.
El
desarrollo demográfico de Francia en el siglo XVIII, especialmente a partir de
1740, es aún más importante, ya que sigue a un período de estancamiento. En
realidad, fue pequeño. La población del reino puede calcularse en unos
diecinueve millones de habitantes hacia finales del siglo XVII, y en unos
veinticinco la víspera de la Revolución. Esta pujanza demográfica marca
especialmente la segunda mitad del siglo XVIII; proviene, sobre todo, de la
desaparición de las grandes crisis del siglo XVII, que se debían a la falta de
alimentación, al hambre y a las epidemias.
Después de
1741-1742, esas crisis del tipo de “hambre” tendieron a desaparecer; la
natalidad, con sólo mantenerse, sobrepasaba la mortalidad y multiplicaba los
hombres, especialmente en las clases populares y en las ciudades. El auge
demográfico parece que fue provechoso más bien para las ciudades que para el
campo. Había en 1789 unas sesenta ciudades con más de 10.000 habitantes. Si se clasifican
en la categoría urbana las aglomeraciones de más de 2.000 habitantes, la
población de las ciudades puede valorarse aproximadamente en un 16 por 100.
Este desarrollo demográfico aumenta la demanda de productos agrícolas y
contribuye al alza de precios.
El
movimiento de precios y rentas en Francia en el siglo XVIII se caracteriza por
un alza secular, que va desde 1733 a 1817: El aumento es muy desigual según los
productos; más importante para los alimenticios que para los fabricados, para
los cereales más que para la carne: estas características son propias de una
economía que ha permanecido esencialmente agrícola; los cereales ocupaban entonces
un lugar importante en el presupuesto popular, su producción aumentaba poco,
mientras que la población aumentaba rápidamente y la competencia de los granos
extranjeros no podía intervenir. Durante el período de 1785-1789, el alza de
precios es de 66 por 100 para el trigo, de 71 por 100 para el centeno y de un
67 por 100 para la carne; la leña bate todos los récords: un 91 por 100; el
caso del vino es especial: 14 por 100: la baja en el beneficio vinícola es aun
más grave, ya que bastantes comerciantes en vinos no producen cereales y han de
comprar hasta su pan. Los textiles (29 por 100 para las mercancías de lana) y
el hierro (30 por 100) se mantienen por debajo de la media.
Las causas
de esas fluctuaciones económicas son diversas. En lo que se refiere a las
fluctuaciones cíclicas y estacionarias, y, por tanto, las crisis, las causas
hay que buscarlas en las condiciones generales de la producción y en el estado
de las comunicaciones. Cada región vive de sí misma, y la importancia de la
recolección es la que regula el coste de vida. La industria, de estructura
especialmente artesana y con exportación pequeña, queda subordinada al consumo
interior y depende directamente de las fluctuaciones agrícolas. En cuanto al
alza a largo plazo, provendría de la multiplicación de los medios de pago: la
producción de metales preciosos aumentó considerablemente en el siglo XVIII,
especialmente la del oro del Brasil y la plata mejicana. Se ha podido afirmar,
por la tendencia de la inflación monetaria y el alza de precios, que la
Revolución, en cierta medida, se había preparado en lo profundo de las minas
mejicanas. El desarrollo demográfico contribuyó también por su parte al alza de
los precios al multiplicar la demanda.
LA
CRISIS DE LA SOCIEDAD
En la
sociedad aristocrática del Antiguo Régimen, el derecho tradicional distinguía
tres órdenes o estados, el Clero y la Nobleza, estamentos privilegiados, y el Tercer
Estado, que comprendía la inmensa mayoría de la nación.
La
aristocracia constituía la clase privilegiada de la sociedad del Antiguo
Régimen; abarcaba la nobleza y el alto clero.
Unidos sólo
por los privilegios, los nobles mantenían entre sí diversas categorías, con
intereses con frecuencia opuestos.
1.
LA NOBLEZA: DECADENCIA Y REACCIÓN
La aristocracia
feudal estaba en decadencia a finales del siglo XVIII.
No cesaba
de empobrecerse; la nobleza de la Corte se arruinaba en Versalles, la nobleza
provinciana vegetaba en sus tierras. Por ello exigía con tanta premura la de sus derechos tradicionales, pues cada vez
estaban más cerca de la ruina. Los últimos años del Antiguo Régimen se
caracterizaron por una violenta reacción aristocrática.
Políticamente,
la aristocracia intentaba monopolizar todos los altos cargos del Estado, la
Iglesia y el Ejército.
Económicamente,
la aristocracia agravaba el sistema señorial. Por entonces los nobles empezaron
a interesarse por las empresas de la burguesía, colocando sus capitales en las
nuevas industrias, especialmente en las industrias metalúrgicas.
Algunos
aplicaban a sus tierras las nuevas técnicas agrícolas. En esta carrera por el
dinero una parte de la alta nobleza se aproximaba a la burguesía, con la que
compartía en cierta medida las aspiraciones políticas.
En resumen,
la nobleza no constituía una clase social homogénea verdaderamente consciente
de sus intereses colectivos.
La clase
dominante del Antiguo Régimen no estaba unida para defender el sistema que
garantizaba su primacía. Frente a ella estaba el Tercer Estado en pleno: los
campesinos, a quienes exasperaba el régimen feudal; los burgueses, que se
irritaban ante los privilegios fiscales y honoríficos; el Tercer Estado, unido
por su hostilidad común contra el privilegio aristocrático.
2. EL
CLERO, DIVIDIDO
Primero de
los estamentos del Estado, poseía importantes privilegios políticos, judiciales
y fiscales. Su poder económico estaba en lo que percibía por el diezmo y la
propiedad territorial.
En realidad
el clero, aunque constituyese un estamento y poseyese una unidad espiritual, no
formaba un conjunto socialmente homogéneo.
El alto
clero, obispos, abades y canónigos, se reclutaba cada vez de modo más exclusivo
en la nobleza; entendía con esto que defendía sus privilegios, de cuyo
beneficio el bajo clero quedaba generalmente excluido.
El bajo
clero (50.000 curas y vicarios) conocía con frecuencia lo que eran verdaderas
dificultades. Curas y vicarios, casi todos de origen campesino, no percibían
más que la parte congrua. También los curas y los vicarios constituían
frecuentemente la verdadera plebe eclesiástica, nacida del pueblo, que vivía
con él y compartía su espíritu y sus aspiraciones.
3. AUGE
Y DIFICULTADES DEL TERCER ESTADO
El Tercer
Estado comprendía a las clases populares de los campos y de las ciudades.
Además, no es posible trazar un límite claro entre esas diversas categorías
sociales, la pequeña y la mediana burguesía, compuestas esencialmente por
artesanos y comerciantes. A estas clases medias se unían los miembros de las
profesiones liberales: magistrados no nobles, abogados, notarios, profesores,
médicos y cirujanos. De la alta burguesía salían los representantes de las
finanzas y del comercio importante; en primer lugar estaban los armadores y
financieros; los cobradores de impuestos generales y los banqueros. Arremetían
contra la nobleza por la fortuna, aunque tenían la ambición de pertenecer a
ella adquiriendo un cargo y un título nobiliario. Lo que más allá de esta
diversidad social constituía la unidad del Tercer Estado, era la oposición a
los privilegios y la reivindicación de la igualdad civil. Una vez adquirida
esta última, la solidaridad de las diversas categorías sociales del Tercer
Estado desaparecería: de aquí, el desarrollo de las luchas de clase bajo la
Revolución.
1.
PODER
Y DIVERSIDAD DE LA BURGUESÍA
La burguesía
constituía la clase preponderante del Tercer Estado; dirigió la Revolución y
sacó provecho de ella. Ocupaba, por su riqueza y su cultura, el primer puesto
en la sociedad, posición que estaba en contradicción con la existencia oficial
de los estamentos privilegiados.
Teniendo en
cuenta su lugar en la sociedad y el lugar que ocupaba en la vida económica, se
pueden distinguir diversos grupos: el de los burgueses, propiamente dichos,
burguesía pasiva de rentistas que vivían del beneficio capitalizado o de las
rentas de la propiedad territorial; el grupo de las profesiones liberales, de
los hombres de leyes, de los funcionarios, categoría compleja y muy diversa; el
grupo de artesanos y comerciantes, pequeña o mediana burguesía, vinculada al
sistema tradicional de la producción y del cambio; el grupo de la gran
burguesía de los negocios, categoría activa que vivía directamente del
beneficio, el a la comercial de la burguesía. Con relación al conjunto del
Tercer Estado, la burguesía constituía naturalmente una minoría, incluso
abarcando el conjunto de los artesanos. Francia, a finales del siglo XVIII,
continuaba siendo esencialmente agrícola y, para la producción industrial, un
país de artesanos; el crédito estaba poco extendido, había un numerario escaso
en circulación. Estas características repercutían en la composición social de
la burguesía.
2.
LAS
CLASES POPULARES URBANAS: EL PAN COTIDIANO
Estrechamente
vinculadas a la burguesía revolucionaria por odio a la aristocracia y al
Antiguo Régimen, cuyo peso habían soportado, las clases populares urbanas no
dejaban de estar menos divididas en diversas categorías, y su comportamiento no
fue uniforme durante el transcurso de la revolución. Aunque todas se habían
enfrentado hasta el final contra la aristocracia, las actitudes habían variado
respecto de aquellas sucesivas fracciones de la burguesía que fueron a la
cabeza del movimiento revolucionario.
A la masa
que trabajaba con sus brazos y que producía se le denominaba, desdeñosamente,
pueblo.
El
artesanado dependiente se situaba en el límite de las clases populares y de la
pequeña burguesía: artesano tipo obrero lionés de la seda, remunerado al
arbitrio del negociante-capitalista que proporcionaba la materia prima y
comercializaba el producto fabricado.
Hay que distinguir,
por otra parte, los obreros del grueso de los oficios (producción artesana), de
los de las manufacturas y la gran industria naciente, bastante menos numerosos.
El
asalariado de clientela constituía el grupo tal vez más importante de las
clases populares urbanas: periodistas, jardineros, comisionistas, aguadores,
leñadores, recaderos, que hacían recados o pequeños trabajos. A esto hay que
añadir el personal doméstico de la aristocracia o de la burguesía (criados,
cocineros, cocheros...), especialmente numeroso en ciertos barrios de París. Las
condiciones de existencia de las clases populares urbanas se agravaron en el
siglo XVIII. El aumento de la población en las ciudades y la subida de los precios
contribuyó al desequilibrio de los salarios con relación al coste de vida. Hubo
en la segunda mitad del siglo una tendencia a la depauperación de las clases
asalariadas. Para la artesanía, las condiciones de vida de los oficiales no se
diferencian demasiado de las de los patronos; eran simplemente inferiores. La jornada
de trabajo era, en general, desde el alba a la noche. En Versalles, en multitud
de talleres, el trabajo duraba, durante el buen tiempo, desde las cuatro de la
mañana hasta las ocho de la noche. En París, en la mayoría de los oficios, se
trabajaba dieciséis horas; los encuadernadores e impresores, cuya jornada no
pasaba de catorce horas, estaban considerados como privilegiados. El trabajo,
es cierto, era menos intenso que ahora, con un ritmo más lento; las fiestas religiosas,
en las que no se trabajaba, eran relativamente numerosas. El problema esencial
de la clase popular era el del salario y su poder adquisitivo. Las
desigualdades de la subida de precios alcanzaban de muy diversas maneras a las
clases de la población, según estuviese constituido su presupuesto. Los cereales
aumentaban más que todo lo demás; el pueblo fue quien más padeció, debido al
aumento de población, sobre todo en las categorías sociales inferiores, y a la importancia
del pan en la alimentación del pueblo. El alza de los precios no influía sobre
las categorías sociales acomodadas; a los pobres los abrumaba. A pesar de los conflictos
sociales entre las masas populares y la burguesía, aquéllas se enfrentan, sobre
todo, con la aristocracia. Artesanos, tenderos y obreros a sueldo tenían sus resentimientos
contra el Antiguo Régimen, odiaban a la nobleza. Este antagonismo esencial se
fortalecía por el hecho de que muchos de los trabajadores de la ciudad tenían
un origen campesino y conservaban sus vinculaciones con el campo. Detestaban al
noble, por sus privilegios, por su riqueza territorial, por los derechos que
percibía. En cuanto al Estado, las clases populares reivindicaban sobre todo el
aligeramiento de las cargas fiscales, especialmente la abolición de los
impuestos indirectos y de las concesiones, de donde las municipalidades sacaban
lo más florido de sus rentas -en esto aventajaban a los ricos-. Respecto de las
corporaciones, la opinión de los artesanos y de los obreros a sueldo estaba
lejos de ser unánime. Políticamente, por último, tendían, oscuramente, hacia la
democracia. Pero la reivindicación esencial del pueblo estaba en el pan. Lo que
en 1788-1789 hizo a las masas populares extraordinariamente sensibles en el
plano político fue la gravedad de la crisis económica, que hacía su existencia
cada vez más difícil.
De esta
miseria y de esta mentalidad nacieron las emociones y las revueltas.
Las masas
populares no tenían puntos de vista precisos sobre los acontecimientos
políticos. Fueron más bien móviles de tipo económico y social los que les
pusieron en acción. Pero estos motines populares tuvieron a su vez
consecuencias políticas, aunque no fuese más que la de conmover al poder.
Para
resolver el problema de la penuria y de la carestía de las subsistencias, el
pueblo estimaba que lo más sencillo era recurrir a la reglamentación y
aplicarla con rigor, sin retroceder ante la requisa y el impuesto. Sus
reivindicaciones en materia económica se oponían a las de la burguesía que, en
este sentido como en otros, reclamaba la libertad.
3. EL
CAMPESINADO: UNIDAD REAL, ANTAGONISMOS LATENTES
Al final
del Antiguo Régimen, Francia continuaba siendo un país esencialmente rural; la
producción agrícola dominaba la vida económica. De ahí la importancia del problema campesino durante la Revolución.
En segundo
lugar, la importancia que tuvieron los campesinos en la historia de la
Revolución. No hubiera podido tener éxito la Revolución y la burguesía
aprovecharlo si las masas de campesinos hubieran permanecido pasivas. El motivo
esencial de la intervención de los campesinos en el transcurso de la Revolución
fue el problema de los derechos señoriales y de las supervivencias de
feudalismo; esta intervención llevó consigo la abolición radical, aunque
gradual todavía, del régimen feudal.
La clase
campesina era muy variable: los dos grandes factores de su diversidad eran, de
una parte, la condición jurídica de las personas; de otra, el reparto de la
propiedad y la explotación territorial.
Desde el
primer punto de vista se distinguía a los siervos y a los campesinos libres. Si
la gran mayoría de los campesinos era libre desde hacía tiempo, los siervos
eran, no obstante, numerosos, un millón aproximadamente
Entre los
campesinos libres, los trabajadores manuales o braceros, jornaleros agrícolas,
formaban un proletariado rural cada vez más numeroso.
Muy cerca
de esos proletarios rurales, un gran número de pequeños campesinos no tenían
para vivir más que una tierra insuficiente, bien en propiedad, bien en
arrendamiento; tenían que encontrar recursos complementarios en el trabajo
asalariado en la industria rural.
La
explotación campesina continuaba siendo, en su conjunto, de tipo pre
capitalista a finales del siglo XVIII. El pequeño campesino no tenía la misma
idea de la propiedad que el propietario territorial noble o burgués, o que el
granjero de países de grandes cultivos. Su idea de la propiedad colectiva
chocaba, y debía seguir chocando todavía durante una buena parte del siglo XIX,
con la idea burguesa del derecho absoluto del propietario y de sus bienes.
Entre el
aumento de los impuestos, por una parte, y, por otra, la subida de precios y el
desarrollo demográfico, el campesino tenía cada vez menos dinero; de aquí
también el estancamiento de las técnicas agrícolas.
Los
campesinos pedían que el diezmo y la “gavilla” fuesen en dinero, no en especie;
creían, pensando así, que acabarían por desaparecer, como consecuencia de la
baja de poder adquisitivo del dinero. Que los diezmos vuelvan a su lugar de
origen. Que los privilegiados paguen impuestos. En un gran número de
cuestiones, los burgueses estaban de acuerdo con los campesinos. La unidad del
Tercer Estado quedaba reforzada. Respecto de la tierra, los campesinos, hasta
ese momento unánimes, se dividen. A muchos campesinos les faltaban las tierras
y otros se daban cuenta que hubieran necesitado ser propietarios. Pero pocas
fueron, sin embargo, las memorias que osaron pedir la enajenación de los bienes
del clero; se limitaron, generalmente, a proponer que se sacase partido de sus
rentas para pagar la deuda y llenar el déficit. La propiedad privada parecía
intangible para la mayoría, incluso la de un estamento. A los campesinos les
bastaba poder alquilar tierras.
Aparte de
la necesaria abolición del régimen feudal, el campesinado estaba ya preocupado
de su autoridad social.
III. LA
FILOSOFíA DE LA BURGUESíA
El
fundamento económico de la sociedad se modificaba; las ideologías cambiaban al mismo
tiempo. Los orígenes intelectuales de la Revolución hay que buscarlos en la filosofía
que la burguesía había elaborado desde el siglo XVII. Estimulado por esta neutralidad,
el movimiento filosófico se amplió. Más tarde arrastró todas las resistencias
cuando cambió respecto de él la actitud de las autoridades.
Los temas de la propaganda filosófica fueron:
odio al despotismo, desconfianza ante la Iglesia, que tenía que estar estrechamente
sometida al Estado laico, y elogio del liberalismo económico y político. La
propaganda oral ampliaba la brillantez de la imprenta. Los salones, los cafés,
se multiplicaron; se crearon sociedades cada vez más numerosas, sociedades
agrícolas, asociaciones filantrópicas, academias provinciales, gabinetes de
lectura: no hay ciudad ni burgo que no haya quedado exento del contagio de la
impiedad”,
Entre los
temas principales de la propaganda filosófica se afirmaba en primer lugar la
primacía de la razón; el siglo XVIII vio el triunfo del racionalismo, que desde
ese momento mantuvo su predominio. La creencia en el progreso, en segundo lugar,
es decir la razón extendiendo sus luces cada vez más.
¿En qué
medida esas ideas, que constituyen el fondo común del pensamiento filosófico,
han impregnado las diversas capas de la burguesía? La unión de todos reposaba
en la oposición a la aristocracia.
En el siglo XVIII los nobles quisieron
cada vez más reservarse los privilegios y los impuestos a los que tenía derecho
la nobleza. Al ritmo de los progresos de la riqueza y de la cultura, las
ambiciones de la burguesía crecían, al mismo tiempo ésta veía cerrársele todas
las puertas. No podía participar en las grandes funciones administrativas, para
las que se consideraba más apta que los miembros de la nobleza. A veces se
sentía herida en su orgullo o en su amor propio.
A la
burguesía se le planteaban dos problemas esenciales: el problema político y el
problema económico.
El problema
político era la división del poder. Desde mediados de siglo, sobre todo desde
1770, la opinión estaba cada vez más centrada en los problemas políticos y
sociales. Los temas de la propaganda burguesa eran evidentemente los del movimiento
filosófico: crítica de la monarquía de derecho divino, odio contra el gobierno
despótico, ataques contra la nobleza, contra sus privilegios, reivindicaciones
de la igualdad civil y de la igualdad fiscal, acceso a todos los empleos según
el talento.
El problema
económico no interesa menos a la burguesía. La alta burguesía tenía conciencia
de que el desarrollo del capitalismo exigía la transformación del Estado. El
diezmo, la servidumbre, los derechos.
No era sólo el interés lo que guiaba a
la burguesía. Sin duda su conciencia de clase se había robustecido por el
exclusivismo de la nobleza y por el contraste entre su elevación económica e
intelectual y su regresión civil. Pero consciente de su poder y de su valor, y
habiendo recibido de los filósofos una cierta concepción del mundo y una
cultura desinteresada, la burguesía no solamente estimaba como cosa suya transformar
el Antiguo Régimen, sino que creía justo hacerlo. Estaba persuadida que existía
un cierto acuerdo entre sus intereses y la razón.
Si deseaba los cambios y las reformas,
la burguesía no tenía ni la menor idea de una revolución. El Tercer Estado, en general,
sentía una gran veneración por el rey, un sentimiento casi de carácter religioso.
La
estrechez financiera fue una de las causas más importantes de la Revolución;
los vicios del sistema fiscal, la mala percepción y la desigualdad del impuesto
fueron los máximos responsables de esta penuria. Sin duda, hay que agregar el
gasto de la Corte, las guerras, y particularmente la guerra de la Independencia
de los Estados Unidos de América. La deuda pública aumentó en proporciones
catastróficas bajo el reinado de Luis XVI; el pago de sus intereses absorbía
más de 300 millones de libras, es decir, más de la mitad de la recaudación real.
En un país próspero, el Estado hubiera llegado al borde de la quiebra. El
egoísmo de los privilegiados, su obstinación en cuanto a consentir la igualdad
frente al impuesto, obligaron a la realeza a ceder; el 8 de agosto de 1788,
para resolver la crisis financiera, Luis XVI convocaba a los Estados generales.
La vieja
máquina administrativa del Antiguo Régimen estaba bastante gastada a finales
del siglo XVIII. Existía una contradicción evidente entre la teoría de la monarquía
todopoderosa y su impotencia real. La estructura administrativa era incoherente
a fuerza de complicaciones; las viejas instituciones continuaban aun cuando las
nuevas se les superponían. A pesar del absolutismo y de su esfuerzo de
centralización, la unidad nacional estaba lejos de realizarse. Sobre todo la
realeza era impotente a causa de los vicios de su sistema fiscal; mal repartido
y mal percibido, el impuesto no rendía; se le soportaba con una impaciencia
mayor en cuanto recaía sobre los más pobres. En estas condiciones, el absolutismo
real no correspondía ya a la realidad. La fuerza de inercia de la burocracia,
la pereza del personal gubernamental, la complejidad y a veces el caos de la
administración no permitieron a la monarquía resistir eficazmente cuando el
orden social del Antiguo Régimen se conmovió y le faltó el apoyo de sus
defensores tradicionales (…).
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